Sobre la lectura (fragmento) · Marcel Proust

Quizás no hay días de nuestra infancia tan plenamente vividos como aquellos que creímos haber dejado sin vivir, aquellos que pasamos con nuestro libro predilecto. Todo aquello que, según parece, los colmaba para los otros, y que nosotros apartábamos como un obstáculo vulgar ante un placer divino: el juego para el que un amigo venía a buscarnos en el pasaje más interesante, esa abeja o rayo de luz molestos que nos forzaban a levantar los ojos de la página o a cambiar de lugar, las provisiones de la merienda que nos habían hecho llevar y que dejábamos a un lado sobre el banco, ni las tocábamos, mientras que, por encima de nuestra cabeza, el sol perdía fuerza en el cielo azul, la cena para la que tuvimos que volver y durante la que sólo pensábamos en subir a terminar después, lo más rápido posible, el capítulo interrumpido, todo eso, cuya lectura tendría que habernos impedido percibir otra cosa que su inoportunidad, grababa en nosotros por el contrario un recuerdo tan dulce (mucho más valioso para nuestro juicio actual, que aquello que leíamos entonces con tanta devoción), que, si aun hoy se nos ocurre hojear esos libros de otro tiempo, lo haríamos como si fueran los únicos almanaques guardados de esos días enterrados, y con la esperanza de ver reflejados en sus páginas las moradas y estanques que ya no existen.